1 de marzo de 2006

Elogio de la diferencia

Elogio de la diferencia
GUILLERMO BALBONA/


Decía Coco Chanel que «para ser imprescindibles, tenemos que ser siempre diferentes». La conciencia de la diferencia alumbra los 108 años de historia del Athletic de Bilbao. Tras la leyenda rojiblanca late una emoción, un sentimiento, otra manera de responder a la constante necesidad de desear, primero, y ser, después, un lugar en el mundo. Cuando el fútbol era un hermoso deporte, muchísimo antes de ser un gran negocio, ese elogio de la diferencia ya atravesaba la espina dorsal de vivir el Athletic, de creer no en un club ni en un equipo, sino en uno de esos territorios a los que nos aferramos cada día para solventar certezas, descifrar miedos cotidianos y despejar los asideros inestables.

Una simple mirada atrás permite reconocer, en la travesía de esa larga centuria deportiva, un estilo, una vibración sencilla pero intacta a la hora de entender el fútbol. No sin debate, sentir al Athletic ha sido siempre sinónimo de fidelidad a unas tradiciones, a un modelo de identidad traducido sin desánimo en orgullo. Y en estas claves se ha gestado y construido la fusión de una singularidad asumida e interiorizada por cada aficionado de este equipo, entre la pasión y el sueño prolongado.

Alguien dijo que existen dos maneras de iluminar: «ser la vela o el espejo que la refleja». Con el Athletic no existe tal discernimiento porque la cohesión social, el respeto a unas señas de identidad, la vivencia endógena de lo rojiblanco discurre por esa unísona y unívoca sensación de saberse diferentes.

Ahora cuando se acumulan las frustraciones, tras años de falta de autocrítica y demasiada desorientación, en la que el equipo bilbaíno se convirtió en enemigo de sí mismo, los buitres del fútbol de mercado, los hijos prostituidos de la ley Bosman parecen disfrutar del estado de debilidad que padece el club vizcaíno.

No tengo ninguna duda. Quien desea con extraño fervor el descenso del Athletic; quien insiste en que rompa definitivamente el modelo que sustenta el colectivo de San Mamés, no cree en el fútbol. Pero ya lo dice Benedetti, «de la hipocresía se habla poco y se practica mucho».

En los noventa, se abonaron los terrenos de un capitalismo futbolero salvaje, de una mercadotecnia imparable y de una globalización profesionalizada y plasmada en una guerra de cifras que amenazó e intimidó cualquier gesto y huella de romanticismo o de anclaje en una tradición. Pero mucho peor que ese clima de circunstancias ha sido encontrarse con agoreros profesionales destinados a señalar el camino del fin del Athletic.

Y, sin embargo, en estos casi quince años de 'liga de las estrellas', la situación no ha impedido la supervivencia de un inconformismo, (en este periodo, -y pese a tener el miedo en el cuerpo y estar mediatizados por un victimismo más impuesto desde fuera que fomentado desde dentro-, los rojiblancos han jugado en Europa, entraron en la Champions y han sido dos veces semifinalistas de la Copa). Pese a la decadencia, y a la contra, el Athletic ha luchado contra la resignación y, entre decepciones y confusiones, se ha mantenido fiel a su espíritu. Por ello, es un equipo incómodo cuya intrínseca forma de enfrentarse al fútbol aflora, lo escribió Santiago Segurola, como «una extravagancia maravillosa».

Toca sufrir. No son sólo las jornadas que restan para concluir la temporada. Estoy convencido de que habrá muchas finales más en el futuro. Pero la sombra del descenso no debe ser la soga esperante de un suicidio deportivo. Más que nunca, el Athletic debe mirar ahora a Lezama y evitar que las dudas, el fantasma del éxito, a modo de chantaje como garantía de un cambio de rumbo, o el reto de una supuesta modernización, que no es tal, invadan las conciencias de una historia. Copiar al contrincante nunca es eficaz y en este caso es amoral y falso. Parte del origen de la flaqueza que vive el club -dejemos aparcados los entresijos de una gestión que inspira poca confianza- se sitúa en la canalla insistencia en inocular en el seno de lo que representa el Athletic un virus letal como complejo de inferioridad y una enfermedad llamada equivocación. Una falacia que debe despejarse con la defensa cada domingo en el campo de esa diferencia que alumbra una trayectoria admirable, cuya singularidad implica su ser imprescindible.

Si la fractura es inevitable que nadie olvide el pasado antes de dar un paso. La memoria no puede traicionarse. Si el descenso asoma, el orgullo, aquel al que apelaba el fallecido presidente Uria, deberá ser la verdadera gabarra para remontar el cauce de la identidad. Y, en cualquier caso, siempre podremos decir como Scott Fitzgerald que 'hablamos con la autoridad que nos da el fracaso'. Gora Athletic. Gora eta gora, beti.

1 comentario:

Evskis dijo...

Sí señó.

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